Comentario
Las noticias remitidas desde Francia en el verano de 1789 por el embajador conde de Fernán-Núñez habían provocado en los ambientes cortesanos de Madrid un impacto considerable, que Richard Herr ha calificado de pánico, y que acentuó la determinación de Floridablanca de evitar por todos los medios la penetración de las noticias procedentes del vecino país y, sobre todo, de las doctrinas republicanas. El embajador español en París no cesaba de suministrar noticias sobre planes de clubes revolucionarios para hacer llegar a España agentes subversivos -predicadores de su doctrina de la libertad- y propaganda sediciosa, y pronto fueron intervenidas en Cádiz y en Navarra copias de la famosa declaración Des Droits et Devoirs de l'Homme.
Los medios utilizados para introducir los escritos revolucionarios eran variopintos: hojas de periódicos usadas como envoltorios; forros de sombreros; libros encuadernados con cubiertas de título religioso; e, incluso, abanicos estampados con dibujos que representaban la toma de la Bastilla, con poemas elogiando la libertad religiosa, o con el texto de los derechos del hombre, pues los propagandistas revolucionarios le habían dado una extensión, no superior a las 300 palabras, que facilitaba su difusión. Las Universidades podían ser instituciones proclives a la penetración de ideas subversivas, y Blanco White en sus Cartas de España alude a que las Universidades de Valencia, Granada, Salamanca y Sevilla, junto al colegio murciano de San Fulgencio, habían mostrado síntomas de acoger con interés y simpatía el ideario francés. No pasaría mucho tiempo para que las autoridades salmantinas pudieran comprobar por sí mismas la amplia difusión del manuscrito titulado Exhortación al pueblo español para que deponiendo la cobardía se anime a cobrar sus derechos, que le valió al catedrático Ramón Salas ser procesado por sospecharse su autoría de varios papeles anónimos manuscritos, "muy perjuiciosos a la religión y al Estado". Salas, que había introducido a Bentham en España, tuvo que penar sus culpas en un destierro de cuatro años, de los que el primero transcurrió en un convento.
Floridablanca dio órdenes al Santo Oficio para que requisara todos aquellos impresos y manuscritos que cuestionaran o criticaran a la Monarquía o el Papado. El 13 de diciembre de 1789, la Inquisición hacía público un edicto que conminaba la recogida de todos aquellos libros y papeles que tuvieran como finalidad "fundar, si les fuera posible, sobre las ruinas de la Religión y Monarquías aquella soñada libertad, que malamente suponen concedida a todos los hombres por naturaleza, la que, dicen temerariamente, hizo a todos los hombres iguales o independientes unos de otros".
La decisión de poner coto a la Ilustración y aislar al país no era improvisada, sino que trataba de acentuar una política iniciada con anterioridad. Entre los ilustrados españoles la libertad era considerada consustancial con el avance de las Luces, pero en la realidad la aspiración de libertad se hallaba fuertemente condicionada por el miedo a las consecuencias de expresarse libremente. La mayor liberalidad de los primeros años de Carlos III se fue estrechando desde la llegada de Floridablanca a la Secretaría de Estado en 1777. Desde 1784 se había intensificado el control en las fronteras y aduanas para dificultar la llegada a España de los escritos de los filósofos, y en 1785 se fortaleció la censura, se reactivaron los tribunales inquisitoriales y se impusieron dificultades arancelarias a la importación de productos franceses, considerados excesivamente competitivos para los españoles.
En posiciones críticas quedaron algunos ilustrados, casi todos damnificados por su coherencia. El vasco Valentín de Foronda defendía en 1780 la razón crítica frente a las determinaciones gubernamentales, y León de Arroyal redactó un texto clandestino y sedicioso titulado Oración apologética en defensa del estado de España, que (editado por Antonio Elorza con el título de Pan y Toros) tenía el propósito de ser una sátira contundente contra la política cultural fomentada por Floridablanca, cuyo esfuerzo se cifraba en exaltar, mediante el género apologético, tanto a una nación alejada de la modernidad, como a un régimen al que Arroyal consideraba fracasado. España era diferente e inferior a Inglaterra o Francia por la política de aislamiento cultural, que la había sumido en la superstición, en la escolástica y en la atonía política.
Los perjudicados por esta ofensiva contra los ilustrados, en los años anteriores a 1789, fueron numerosos: el fabulista Félix María de Samaniego, sobrino del conde de Peñaflorida, fundador de la Sociedad Económica Bascongada, tuvo problemas con el Santo Oficio y fue recluido en un convento de carmelitas situado entre Bilbao y Portugalete; el poeta Tomás Iriarte hubo de abjurar de levi en 1786 por "seguir los errores de los philosophes" y por escribir poemas heterodoxos criticando las riquezas excesivas del clero; Luis Cañuelo tuvo que cerrar El Censor en agosto de 1787 por sus problemas con el Consejo de Castilla y el Santo Oficio, el cual, por un edicto de 28 de febrero de 1789, dieciocho meses después de que saliera el número final, condenaba 22 de los primeros 79 números del periódico; y Juan Meléndez Valdés tuvo problemas por leer a Rousseau y Montesquieu, entre otros muchos que harían la lista interminable.
El caso de Meléndez Valdés, estudiado por Georges Demerson, ejemplifica con claridad la situación paradójica de un número no despreciable de ilustrados españoles que observaban con interés y simpatía el inicio del proceso revolucionario francés. Según Demerson, Meléndez vio "en la reunión de los Estados Generales, y más tarde en las Asambleas constituyente y legislativa, la puesta en práctica de las ideas que había aceptado y aprobado. Creía que las medidas tomadas suprimirían los abusos, abolirían los privilegios, extenderían la instrucción, darían al pueblo la abundancia y la prosperidad y abrirían para toda la humanidad una era de felicidad dentro de la fraternidad". Sin embargo, estaban obligados al silencio y forzados al aislamiento, incrementándose en ellos, como ha señalado Defourneaux, "la impresión de vivir encerrados en una prisión intelectual a través de cuyos barrotes podían entrever la libertad".